viernes, 18 de enero de 2013

Dos monedas


Me desperté antes de que el primer rayo de sol entrara por la ventana, el cielo estaba de ese tono grisáceo, como diría mi madre de color panza de burro. Incluso antes de que el radio se encendiera automáticamente. Me encantaba despertar así, sin preocupaciones, sin prisas, apague el radio para evitar que sonara, pero ya no pude dormir más. Me incorporé y dos monedas cayeron al piso. Me extrañó ya que no había dejado nada sobre la cama antes de dormir. Una de las monedas vibró un tiempo sobre el piso antes de quedarse quita. Salí con rapidez de la cama, poniendo los pies en el piso frío. Las recogí y las puse sobre la mesita de noche, donde volvieron a sonar con cantarina voz. Me di cuenta de que había una capa de polvo sobre ella, así que soplé para eliminarlo un poco. Oí como se movía alguien detrás de mí, pero al voltear no había nadie. Un escalofrío recorrió mi espalda, dejándome hasta los vellos de las piernas erizados. Frotándome los brazos recuperé un poco la compostura. Habría sido mi imaginación. Me dirigí al baño, no había nada que una buena ducha no me hiciera olvidar. Debajo del agua cerré los ojos, disfrutando el agua, en ese constante flujo que pasaba alrededor de mí. De repente, se detuvo y no caía nada sobre mí, abrí los ojos y revisé la llave. Estaba cerrada. Empecé a asustarme de nuevo, casi retando a mi propio miedo abrí de nuevo la llave. Sin quitarle la vista por unos minutos, hasta que observé como se cerraba de nuevo, como si una mano invisible lo hiciera. Casi resbalé del susto, como pude me agarre de la cortina desprendiéndola y cayendo sentado sobre el piso empapado. Pude oír como la puerta se cerraba de un portazo dejándome encerrado. Tomé como pude una toalla y abrí la puerta con lentitud. Lo que fuera ya se había ido, o tal vez estaba observándome invisible desde algún rincón. De nuevo me sentí atemorizado, pero sobre todo vulnerable. En una rápida carrera me metí de nuevo en mi habitación, cerrándola con llave. La casa era vieja, pero nunca había pasado algo así, nunca había estada tan asustado. El terror salía por cada poro de mi cuerpo, dejándome la carne de gallina. Respiré profundo, tratando de tranquilizarme, sintiéndome en todo momento abrí el closet, pero lo encontré vacío. Buscando por el cuarto encontré una camisa y un pantalón, por lo menos era de los mejores que tenía pero no encontré nada más. Cada vez me parecía más extraño todo, me sentía como si no estuviera en mi propia casa, había algo extraño en el ambiente. Luego de ponerme bien los zapatos y vestido me sentía menos vulnerable, es esa seguridad que nos da la ropa, en parte por el pudor que siempre no han inculcado. Ya en la cocina esperaba encontrar al menos a alguien pero estaba todo vacío, en la mesa sólo había una vela y un vaso volcado, encendí la estufa, sabiendo que de un momento a otro, se apagaría sola. Pero para mi sorpresa pude poner un poco de agua a hervir. No tenía hambre, pero necesitaba por lo menos un café. Cuando empezó a hervir, apagué inmediatamente la olla y preparé una buena taza de café. Me senté a la mesa, con el café humeante al frene, emanaba un olor delicioso, pero ya no tenía ganas de tomármelo. Vi el vaso y la vela de nuevo, jugueteé un poco con él, empujándolo con el dedo, esperado que eso llamara la atención de eso que me acompañaba, pero nada, silencio en todo momento. A punto estaba de tomarme el café cuando se movió sin previo aviso al otro extremo de la mesa. Eso ya era demasiado, fuera lo fuera debía escucharme. Así que empecé a gritar, pero por lo visto se divertía con mi reacción ya que ni se inmutó. Hastiado de que me hiciera la vida imposible, tomé la taza y la estrellé contra la pared, volqué una silla tras otra, tome el agua caliente y la arrojé hasta el otro extremo de la habitación. Estaba harto, abrí la puerta de la cocina de una patada y salí de la casa, tirando cuanto tuviera a mi alcance. Debía conseguir algún tipo de exorcista. Tal vez por eso no había nadie, habría pasado algo en la noche que asustó a todo mundo, yo al no sentir nada de lo que había pasado me habría quedado rezagado. En mi bolsillo solamente estaban las dos monedas que habían caído de mi cama. De repente recordé algo que contaba mi abuela, que cuando alguien moría debían poner dos monedas en los ojos del muerto, así podría llegar al otro lado. Bueno pues con estas dos monedas debería de llegar a algún me dije a mi mismo y emprendí la marcha.