Me desperté antes de que el
primer rayo de sol entrara por la ventana, el cielo estaba de ese tono
grisáceo, como diría mi madre de color panza de burro. Incluso antes de que el
radio se encendiera automáticamente. Me encantaba despertar así, sin
preocupaciones, sin prisas, apague el radio para evitar que sonara, pero ya no
pude dormir más. Me incorporé y dos monedas cayeron al piso. Me extrañó ya que
no había dejado nada sobre la cama antes de dormir. Una de las monedas vibró un
tiempo sobre el piso antes de quedarse quita. Salí con rapidez de la cama,
poniendo los pies en el piso frío. Las recogí y las puse sobre la mesita de
noche, donde volvieron a sonar con cantarina voz. Me di cuenta de que había una
capa de polvo sobre ella, así que soplé para eliminarlo un poco. Oí como se
movía alguien detrás de mí, pero al voltear no había nadie. Un escalofrío
recorrió mi espalda, dejándome hasta los vellos de las piernas erizados.
Frotándome los brazos recuperé un poco la compostura. Habría sido mi
imaginación. Me dirigí al baño, no había nada que una buena ducha no me hiciera
olvidar. Debajo del agua cerré los ojos, disfrutando el agua, en ese constante
flujo que pasaba alrededor de mí. De repente, se detuvo y no caía nada sobre
mí, abrí los ojos y revisé la llave. Estaba cerrada. Empecé a asustarme de
nuevo, casi retando a mi propio miedo abrí de nuevo la llave. Sin quitarle la
vista por unos minutos, hasta que observé como se cerraba de nuevo, como si una
mano invisible lo hiciera. Casi resbalé del susto, como pude me agarre de la
cortina desprendiéndola y cayendo sentado sobre el piso empapado. Pude oír como
la puerta se cerraba de un portazo dejándome encerrado. Tomé como pude una
toalla y abrí la puerta con lentitud. Lo que fuera ya se había ido, o tal vez
estaba observándome invisible desde algún rincón. De nuevo me sentí
atemorizado, pero sobre todo vulnerable. En una rápida carrera me metí de nuevo
en mi habitación, cerrándola con llave. La casa era vieja, pero nunca había
pasado algo así, nunca había estada tan asustado. El terror salía por cada poro
de mi cuerpo, dejándome la carne de gallina. Respiré profundo, tratando de
tranquilizarme, sintiéndome en todo momento abrí el closet, pero lo encontré
vacío. Buscando por el cuarto encontré una camisa y un pantalón, por lo menos
era de los mejores que tenía pero no encontré nada más. Cada vez me parecía más
extraño todo, me sentía como si no estuviera en mi propia casa, había algo
extraño en el ambiente. Luego de ponerme bien los zapatos y vestido me sentía
menos vulnerable, es esa seguridad que nos da la ropa, en parte por el pudor
que siempre no han inculcado. Ya en la cocina esperaba encontrar al menos a
alguien pero estaba todo vacío, en la mesa sólo había una vela y un vaso
volcado, encendí la estufa, sabiendo que de un momento a otro, se apagaría
sola. Pero para mi sorpresa pude poner un poco de agua a hervir. No tenía
hambre, pero necesitaba por lo menos un café. Cuando empezó a hervir, apagué
inmediatamente la olla y preparé una buena taza de café. Me senté a la mesa,
con el café humeante al frene, emanaba un olor delicioso, pero ya no tenía
ganas de tomármelo. Vi el vaso y la vela de nuevo, jugueteé un poco con él, empujándolo
con el dedo, esperado que eso llamara la atención de eso que me acompañaba,
pero nada, silencio en todo momento. A punto estaba de tomarme el café cuando
se movió sin previo aviso al otro extremo de la mesa. Eso ya era demasiado,
fuera lo fuera debía escucharme. Así que empecé a gritar, pero por lo visto se
divertía con mi reacción ya que ni se inmutó. Hastiado de que me hiciera la
vida imposible, tomé la taza y la estrellé contra la pared, volqué una silla
tras otra, tome el agua caliente y la arrojé hasta el otro extremo de la
habitación. Estaba harto, abrí la puerta de la cocina de una patada y salí de
la casa, tirando cuanto tuviera a mi alcance. Debía conseguir algún tipo de
exorcista. Tal vez por eso no había nadie, habría pasado algo en la noche que asustó
a todo mundo, yo al no sentir nada de lo que había pasado me habría quedado
rezagado. En mi bolsillo solamente estaban las dos monedas que habían caído de
mi cama. De repente recordé algo que contaba mi abuela, que cuando alguien
moría debían poner dos monedas en los ojos del muerto, así podría llegar al
otro lado. Bueno pues con estas dos monedas debería de llegar a algún me dije a
mi mismo y emprendí la marcha.