domingo, 26 de mayo de 2013

El indio

El indio es aquel que ha nacido en Guatemala.
El indio tiene sangre maya en las venas.
El indio es necio, pero así como es de necio es perseverante y nunca pierda la esperanza.
El indio es aquel que utiliza ropas con tejidos de colores.
El indio es aquel que regatea en el mercado con otros indios.
El indio es aquel que consume productos producidos en su tierra.
El indio es aquel que escucha una marimba y piensa en un plato de caldo.
El indio es aquel que come en el mercado sin temor a enfermarse.
El indio es aquel que ve las tradiciones de su país como algo a respetar.
El indio es aquel que trabaja incansablemente, todos los días.
El indio toma café con pan dulce.
El indio es aquel en cuya mesa nunca pueden faltar las tortillas.
El indio es aquel que confía en los remedios caseros.
El indio dice palabrotas cada vez que puede.
El indio es aquel que le tiene miedo y respeto a las leyendas.
El indio es aquel que tal vez no se sepa de memoria el himno nacional, pero se pone la mano sobre el corazón cada vez que lo canta.

Todo somos indios, todos somos guatemaltecos, todos somos humanos. 

lunes, 11 de febrero de 2013

La María


¿Por qué negarlo? Se sentía incomoda, no estaba acostumbrada a esas cosas. Bueno tal vez sí pero a observarlas desde fuera, no a ser parte de ellas. En la pequeña aldea de la que había salido en busca de trabajo de sirvienta, no usaban tenedores, las tortillas que preparaba con sus hermanas eran suficientes para llevarse la comida a la boca. Tenía 13 años cuando había dejado su casa, una amiga de la familia la había recomendado con “los señores”. Desde el primer día habían visto con desprecio sus pies descalzos y su único traje que había tejido junto con su madre. Arrugando la nariz le ordenaron darse un baño. Le indicaron dónde estaba su cuarto, en el que había una diminuta cama y un pequeño sanitario con ducha y nada más. Temerosa observó la ducha, la asoció con el único grifo que había en la aldea, que a veces servía y a veces no. Dejó su traje en el piso y se metió bajo la corriente de agua fría, eso no le importaba, el agua del río en el que se bañaba era mucho más fresca. La puerta se abrió y escuchó los tacones de “la señora”, entró al baño diciéndole que le había dejado ropa limpia en la cama, levantó el traje del suelo y se lo llevó. Había una falda y una blusa que le sentaban mal, y unos zapatos de plástico que lastimaban sus pies. Se los puso de todos modos, y salió para presentarse de nuevo con “los señores”, con una sonrisa la observaron, “la señora” le dijo que había tirado su traje a la basura porque estaba demasiado sucio. Apretó los dientes y asintió, esa mujer no sabía lo que habías costado para su familia comprar las telas, comprar los hilos, los días que había pasado tejiendo con su madre. No sabía la alegría que había sentido el primer día que se lo puso, el cariño con el que lo usaba. Esa noche lloró cuando la dejaron sola, eran lágrimas de odio, de resentimiento, de tristeza. Luego de un rato salió en busca de eso que le habían quitado, porque le habían quitado más que sólo su traje, le habían quitado algo de ella misma. Lo encontró lleno de cáscaras de fruta y otras cosas, lo limpió lo más que pudo y lo escondió debajo del colchón de su cama, dónde seguía hasta el día de hoy. Cuando se sentía demasiado sola lo sacaba y lo observaba, pasando sus dedos por los hilos de colores. Sus días eran grises, llenos de soledad y aislamiento, debía limpiar la enorme casa de arriba a abajo, ayudar en la cocina a “la señora” en lo que le solicitara, eso sí ella sólo comía las sobras de días anteriores, en la cocina, tenía su propio plato y cubiertos, que no debía mezclarse con los del resto de la familia, so pena de recibir un regaño a gritos de la señora. Así que por eso se le hacía raro compartir con esta familia en su mesa, usando los cubiertos que todos los demás usaban, con comida fresca y recién preparada. Era la primera vez que comía con la familia de su novio, se había puesto su mejor ropa y trataba de recordar todos aquellos “modales” que le habían enseñado. Al menos sí se habían preocupado por educarla a su manera, la habían inscrito en una escuela a la que asistía los fines de semana dónde había aprendido a leer y escribir. Cómo la mayor parte de lo que ganaba lo mandaba a su familia, con lo que sus hermanos más pequeños pudieron asistir a la escuela, decidió hacer lo mismo, y seguir estudiando. Hacía poco había terminado los básicos, asistía a las clases por la noche, eso sí, después de dejar la casa impecable. Ahí había conocido a su novio, él le había impartido varias clases, justo el último día de clases la invitó a salir diciendo que ya no era oficialmente su maestro. Ella se sonrojó y le dijo que sí, sólo quedaba pedirles permiso a “los señores”, él se encogió de hombros, pero ella frunció el ceño diciéndole que si pedía permiso para estudiar era una cosa, que para salir a esas cosas era diferente, que se lo debía ganar y ella asintió. Así que para poder darse ese pequeño lujo debió podar el jardín, encerar el piso, lavar el automóvil de la hija de la cual heredaba toda la ropa, lavar el de la familia, limpiar todas las ventanas y pulir la cubertería. Al final tenía los dedos enrojecidos y le ardía cada célula de su piel, pero tenía en el rostro una sonrisa. La cual no se borró en toda esa tarde, ni en otras tardes que pasaron juntos. Sería inútil enumerar lo que debía hacer para ganarse esos momentos de felicidad. Finalmente la invitó a comer en su casa, como su novia oficial, y ahí estaba, sentada, comiendo, hablando sólo para contestar las preguntas que le hacían. Ya al final de la cena le preguntaron de dónde era, luego de eso la madre se mostró especialmente interesada.
-¿Hace cuánto que no visitas tu aldea? -Preguntó
-Hace varios años. A la señora no le gusta. Dice que pierdo muchos días. Como debo tomar un bus, luego tomar otro. Después caminar por varias horas antes de poder llegar. Así que no me dan permiso. Sólo he regresado una vez.
-Qué mujer esa. -Dijo con desprecio -Bueno como todos han terminado me llevaré los platos.
-Déjeme ayudarle señora.
-No me digas así, ni que fuera la arpía para la que trabajas. Mi nombre es Esmeralda.
-Ella asintió llevándose varios platos.
-Sabes, esa es una de las razones por la que le gustas a mi hijo, siempre estás dispuesta a ayudar a los demás.
-Ella asintió de nuevo, mientras colocaban los platos en el fregadero.
-Vamos no seas modesta, bueno más bien no de esa manera. -Respiró profundo. -Dime ¿qué opinas de tus patrones?
- Pues… pues… que son malos, pero ellos creen que son buenos. Ni siquiera se saben mi nombre, sólo me dicen “La María”. Sólo me dan lo que sobra, no me respetan, no… -Las lágrimas no la dejaron seguir, Esmeralda se abalanzó sobre ella y la abrazó.
-Tranquila Clara, tranquila. -Mientras acariciaba su cabello, y miraba en esos ojos llenos de tristeza. -Sabes yo también fui “La María” de otras personas muy parecidas a esos con los que tu trabajas. Conozco tu aldea, la mía está, bueno… estaba cerca de la tuya, pero un día la incendiaron, yo pude huir, no sé cómo, con mi madre. Ella consiguió trabajo, pero yo debía ayudarla, me trataban como un animal, casi era la mascota de la familia. Pero crecí y ya no les agradó tenerme ahí, así que prácticamente me regalaron con unos amigos de ellos, tan despreciables como ellos. Pero estudié, salí de ahí, y conseguí un mejor trabajo. Dime, a ti que te gustaría ser.
-Pues… he pensado… en ser enfermera, pero… para eso no me darían permiso.
-Veremos qué podemos hacer, ahora lávate la cara y ayúdame con el postre, que debemos endulzarle la vida a nuestros chicos, como ellos nos han endulzado la nuestra. 

viernes, 18 de enero de 2013

Dos monedas


Me desperté antes de que el primer rayo de sol entrara por la ventana, el cielo estaba de ese tono grisáceo, como diría mi madre de color panza de burro. Incluso antes de que el radio se encendiera automáticamente. Me encantaba despertar así, sin preocupaciones, sin prisas, apague el radio para evitar que sonara, pero ya no pude dormir más. Me incorporé y dos monedas cayeron al piso. Me extrañó ya que no había dejado nada sobre la cama antes de dormir. Una de las monedas vibró un tiempo sobre el piso antes de quedarse quita. Salí con rapidez de la cama, poniendo los pies en el piso frío. Las recogí y las puse sobre la mesita de noche, donde volvieron a sonar con cantarina voz. Me di cuenta de que había una capa de polvo sobre ella, así que soplé para eliminarlo un poco. Oí como se movía alguien detrás de mí, pero al voltear no había nadie. Un escalofrío recorrió mi espalda, dejándome hasta los vellos de las piernas erizados. Frotándome los brazos recuperé un poco la compostura. Habría sido mi imaginación. Me dirigí al baño, no había nada que una buena ducha no me hiciera olvidar. Debajo del agua cerré los ojos, disfrutando el agua, en ese constante flujo que pasaba alrededor de mí. De repente, se detuvo y no caía nada sobre mí, abrí los ojos y revisé la llave. Estaba cerrada. Empecé a asustarme de nuevo, casi retando a mi propio miedo abrí de nuevo la llave. Sin quitarle la vista por unos minutos, hasta que observé como se cerraba de nuevo, como si una mano invisible lo hiciera. Casi resbalé del susto, como pude me agarre de la cortina desprendiéndola y cayendo sentado sobre el piso empapado. Pude oír como la puerta se cerraba de un portazo dejándome encerrado. Tomé como pude una toalla y abrí la puerta con lentitud. Lo que fuera ya se había ido, o tal vez estaba observándome invisible desde algún rincón. De nuevo me sentí atemorizado, pero sobre todo vulnerable. En una rápida carrera me metí de nuevo en mi habitación, cerrándola con llave. La casa era vieja, pero nunca había pasado algo así, nunca había estada tan asustado. El terror salía por cada poro de mi cuerpo, dejándome la carne de gallina. Respiré profundo, tratando de tranquilizarme, sintiéndome en todo momento abrí el closet, pero lo encontré vacío. Buscando por el cuarto encontré una camisa y un pantalón, por lo menos era de los mejores que tenía pero no encontré nada más. Cada vez me parecía más extraño todo, me sentía como si no estuviera en mi propia casa, había algo extraño en el ambiente. Luego de ponerme bien los zapatos y vestido me sentía menos vulnerable, es esa seguridad que nos da la ropa, en parte por el pudor que siempre no han inculcado. Ya en la cocina esperaba encontrar al menos a alguien pero estaba todo vacío, en la mesa sólo había una vela y un vaso volcado, encendí la estufa, sabiendo que de un momento a otro, se apagaría sola. Pero para mi sorpresa pude poner un poco de agua a hervir. No tenía hambre, pero necesitaba por lo menos un café. Cuando empezó a hervir, apagué inmediatamente la olla y preparé una buena taza de café. Me senté a la mesa, con el café humeante al frene, emanaba un olor delicioso, pero ya no tenía ganas de tomármelo. Vi el vaso y la vela de nuevo, jugueteé un poco con él, empujándolo con el dedo, esperado que eso llamara la atención de eso que me acompañaba, pero nada, silencio en todo momento. A punto estaba de tomarme el café cuando se movió sin previo aviso al otro extremo de la mesa. Eso ya era demasiado, fuera lo fuera debía escucharme. Así que empecé a gritar, pero por lo visto se divertía con mi reacción ya que ni se inmutó. Hastiado de que me hiciera la vida imposible, tomé la taza y la estrellé contra la pared, volqué una silla tras otra, tome el agua caliente y la arrojé hasta el otro extremo de la habitación. Estaba harto, abrí la puerta de la cocina de una patada y salí de la casa, tirando cuanto tuviera a mi alcance. Debía conseguir algún tipo de exorcista. Tal vez por eso no había nadie, habría pasado algo en la noche que asustó a todo mundo, yo al no sentir nada de lo que había pasado me habría quedado rezagado. En mi bolsillo solamente estaban las dos monedas que habían caído de mi cama. De repente recordé algo que contaba mi abuela, que cuando alguien moría debían poner dos monedas en los ojos del muerto, así podría llegar al otro lado. Bueno pues con estas dos monedas debería de llegar a algún me dije a mi mismo y emprendí la marcha.