domingo, 15 de julio de 2012

El paraguas olvidado

No soy un paraguas extraordinario, no tengo el mango de plata, ni soy de seda, tampoco mis varillas son de acero. Estoy hecho de aluminio, mi tela es de la más corriente y mi mango de plástico que trata imitar madera ni siquiera combina con el color azul oscuro de mi tela. Tal vez por eso todo mundo me ha dejado olvidado. Mi primera dueña me compró en la calle, era una ancianita despistada, caminaba tan despacio que podía observar  con tranquilidad a las personas que caminaba junto a ella, por lo regular con mucha más prisa. Un par de veces la hicieron a un lado con brusquedad, me imagino que fue sin querer. Sólo estuve con ella la tarde que me compró hasta la mañana siguiente. Con una enorme bolsa de tela colgando de su brazo y yo aferrado a la otra mano abordó un autobús. Un hombre de esos educados le cedió el asiento, cosa tonta teniendo muchos asientos vacíos y de todos modos debía recorrer el resto del lugar para bajarse. Tal vez si hubiera ocupado un asiento de esos más cercanos de la salida, no me hubiera olvidado. Preocupada por encontrar la salida me dejó tirado en el suelo. No les había contado pero soy alto, bueno, al menos comparado con las sombrillitas femeninas y otros paraguas que logre conocer en mi vida. Así que la señora arrugadita me dejó en el piso, se bajó sin mí. Estuve un par de horas viendo pasar pies y más pies frente a mí. Los habían con zapatos elegantes y lustrosos, también habían sucios y otros tan viejos que daban pena. Vi pies cubiertos y varios que podían darse un aire, bailoteando en la suela que los protegía del piso. Luego de un par de horas me aburrí, pero una mano me recogió. Era de un señor de unos cuarenta años. “¿De alguien es este paraguas?” Preguntó, pero nadie le respondió. Todos ibas muy ocupados para preocuparse de un paraguas tan corriente como yo. Me llevó a su casa, donde me dejó en un paragüero, con otro paraguas y una sombrilla menuda. Esta última era la que más salía de casa, mientras me quedaba con el otro paraguas que no hacía más que parlotear sobre los días en que salía de casa, bajo lluvias torrenciales. Un día la sombrilla menuda no regresó, pero nadie nos dio explicaciones. Siendo yo el más feo de los dos que quedaba decidieron sacarme al día siguiente. La esposa del hombre que me recogió era la que me utilizaba para protegerse del sol. Me llevó a muchos lugares, cuando no me utilizaba me llevaba casi danzando. Era una mujer muy alegre, un par de semanas estuve con ella. Un día mientras estaba por un área de la ciudad que no conocía hasta ese día, me dejó apoyado contra la mesa de una verdulera. Platicó amenamente con la señora de las verduras, una señora un poco más vieja que ella. Era una costumbre de ella, siempre parlanchina. Luego de comprar un par de cosas se alejó, dejándome de nuevo abandonado. Estaba acostumbrándome a ese trato. La verdulera ni se dio cuenta de mi presencia. Otra mujer me vio, y en son de broma dijo “¿Este paraguas también está en venta?” La mujer me vio con sorpresa, tardó un poco en contestar “No, pero si quiere se lo puedo vender” Por lo visto no pensó que mi anterior dueña hubiera regresado a buscarme. Luego de cerrar el trató, me llevaron a una casa más grande y bulliciosa que la anterior. Tal vez, porque en esta había muchos niños, tres logré contar cuando pasaron corriendo frente a su madre. Me puso en la cocina, junto con las frutas y verduras frescas que había comprado. Empezó a lavar todo, para luego cortarlas en trozos y meterlas en recipientes plásticos que metía en la refrigeradora. Se dedicó a otras tareas dejándome ahí, abandonado como siempre. Era una casa alegre, quien diría que ahí pasaría mis años más tristes. Al día siguiente muy temprano toda la familia me incluyó en su equipaje. Conté cinco niños, un perro y los padres. Me llevaron a la playa, mientras los niños jugaban con una pelota que había inflado el padre, la madre y el descansaban bajo mi sombra. El olor del mar lleno cada fibra de mi, sentía las varillas calientes bajo el inclemente sol. La arena me hacía cosquillas en el mango, pues me habían enterrado directamente en el suelo. Comiendo las frutas y verduras que había empaquetado la tarde anterior la madre. Los niños peleaban, reían, se caían, al final del día todos habían regresado llorosos a esconderse en el regazo de su madre. El perro no hacía más que correr de un lado a otro, pero siempre regresaba bajo mi sombra. Regresé oliendo a mar, ese olor salado y fresco. Me guardaron en una caja, junto a la pelota desinflada, una hielera y otros juguetes hechos para jugar con la arena. Éramos un conjunto colorido, pero en la oscuridad del desván no se podían ver bien nuestros bellos colores. Así empecé a vivir en el desván de esa ruidosa familia, ya ni sabía si era de noche o de día ahí. Para mí todo el tiempo que estaba ahí era como una noche larga, siempre que alguien entraba a buscar algo, deseaba con ansias que fuera para sacarme del encierro y llevarme de nuevo al mar. Cada vez que me sacaban del desván era como si amaneciera, esos cortos días de verano en la playa son lo único que recuerdo bien, vi crecer a los niños, dejar de jugar y a veces solo dedicarse a pasar el día con tranquilidad. Iba con olor ha guardado y humedad, y regresa reseco, oliendo a mar. Un día me llevaron como siempre, amarrado al techo, junto con todas las demás cosas. Pero creo que no me sujetaron tan bien como otras veces y ni siquiera habíamos salido de la ciudad cuando caí dando un golpe durísimo contra el suelo. Me fracturé una varilla, y quedé ahí tirado en el suelo. Nadie me recogió, todos pasaban junto a mí, una mujer me miro con fastidio diciendo algo sobre basura en la calle. Pasé esa noche en el mismo lugar, era la primera vez que sentí el frío de la noche, la humedad de la madrugada, nunca había estado tan húmedo, ni siquiera cuando estaba en el desván. Al día siguiente muy temprano unas pequeñas manos me recogieron. “Mira que paraguas más bonito” dijo mientras me levantaba. “Tiene todos los colores de azul” Su madre me miro con asco “Está descolorido, además está sucio, déjalo donde lo encontraste” Me miro con tristeza. “Pero mira, está lastimado. Necesita mi ayuda” “Otra razón para tirarlo. Rodrigo, déjalo donde estaba” “No” Dijo desafiante, y siguió caminando. Su madre, obviamente no quería discutir tan temprano, así que lo dejó llevarme. Lo acompañe a estudiar, lo acompañe mientras hacía sus planas con paciencia, lo acompañe durante muchos días, siempre me llevaba con él. Su padre bromeaba diciendo que no sabía si el me llevaba a mí, o yo a él. Era más grande que él, se las arregló para arreglarme la varilla rota con un montón de cinta adhesiva. Una tarde regresando de la escuela empezó a llover. Me abrió y lo protegí de la lluvia. Tantos años trabajando como sombrilla y al fin podía servir para lo que había sido creado. Por primera vez no me sentía olvidado. Pero a sus padres no les gustó que me llevara de un lado a otro, siempre cargándome. Así que una noche mientras dormía, me tomaron de junto a su cama, dejando un paraguas mucho más pequeño, casi del mismo color. Parecía un hijo mío. Su madre me tiró a la basura, y cerró la bolsa para que Rodrigo nunca pudiera encontrarme. Tal vez le dijeron que algo mágico pasó, que me transformé, puras mentiras. Espero algún día volver a sentirme útil, sentir la lluvia de nuevo. Mientras tanto seguiré esperando, al menos ya sé que un niño no me dejó olvidado como todos los demás. 

jueves, 5 de abril de 2012

Tierra de nadie


Tierra de nadie y tierra de todos, ahí dejan todos algo, y todos encuentran algo. Nada de lo que está dentro de ella tiene dueño, y nadie que esté dentro de ella puede ser dueño de algo. Entre en ese inhóspito lugar buscando aquello que me hacía falta para ser feliz, sin darme cuenta de que solo encontraría lo que a otras personas las hacía infelices. Justo al medio de un conflicto, dónde no sabes quien es tu aliado y quien es tu enemigo. Dónde tus amigos pueden llegar a ser tus peores enemigos. El lugar lleno de resecas brezas, fango, charcos, suciedad, sangre y muerte. Tal vez le dicen así porque en ese lugar pierdes tu identidad, dejas de ser quien eres y pasas a ser nadie, tu vida no vale nada y tampoco la de los demás. Las pertenencias de los demás, especialmente de los muertos dejan de ser suyas, inclusive las tuyas. Dejé lo que tenía que dejar en ese lugar y tome lo que debía de tomar. Dejé mi vida ahí y tomé la vida de alguien más.