No soy
un paraguas extraordinario, no tengo el mango de plata, ni soy de seda, tampoco
mis varillas son de acero. Estoy hecho de aluminio, mi tela es de la más
corriente y mi mango de plástico que trata imitar madera ni siquiera combina
con el color azul oscuro de mi tela. Tal vez por eso todo mundo me ha dejado
olvidado. Mi primera dueña me compró en la calle, era una ancianita despistada,
caminaba tan despacio que podía observar
con tranquilidad a las personas que caminaba junto a ella, por lo
regular con mucha más prisa. Un par de veces la hicieron a un lado con
brusquedad, me imagino que fue sin querer. Sólo estuve con ella la tarde que me
compró hasta la mañana siguiente. Con una enorme bolsa de tela colgando de su
brazo y yo aferrado a la otra mano abordó un autobús. Un hombre de esos educados
le cedió el asiento, cosa tonta teniendo muchos asientos vacíos y de todos
modos debía recorrer el resto del lugar para bajarse. Tal vez si hubiera
ocupado un asiento de esos más cercanos de la salida, no me hubiera olvidado. Preocupada
por encontrar la salida me dejó tirado en el suelo. No les había contado pero
soy alto, bueno, al menos comparado con las sombrillitas femeninas y otros
paraguas que logre conocer en mi vida. Así que la señora arrugadita me dejó en
el piso, se bajó sin mí. Estuve un par de horas viendo pasar pies y más pies
frente a mí. Los habían con zapatos elegantes y lustrosos, también habían
sucios y otros tan viejos que daban pena. Vi pies cubiertos y varios que podían
darse un aire, bailoteando en la suela que los protegía del piso. Luego de un
par de horas me aburrí, pero una mano me recogió. Era de un señor de unos
cuarenta años. “¿De alguien es este paraguas?” Preguntó, pero nadie le
respondió. Todos ibas muy ocupados para preocuparse de un paraguas tan
corriente como yo. Me llevó a su casa, donde me dejó en un paragüero, con otro
paraguas y una sombrilla menuda. Esta última era la que más salía de casa,
mientras me quedaba con el otro paraguas que no hacía más que parlotear sobre
los días en que salía de casa, bajo lluvias torrenciales. Un día la sombrilla
menuda no regresó, pero nadie nos dio explicaciones. Siendo yo el más feo de
los dos que quedaba decidieron sacarme al día siguiente. La esposa del hombre
que me recogió era la que me utilizaba para protegerse del sol. Me llevó a muchos
lugares, cuando no me utilizaba me llevaba casi danzando. Era una mujer muy
alegre, un par de semanas estuve con ella. Un día mientras estaba por un área
de la ciudad que no conocía hasta ese día, me dejó apoyado contra la mesa de
una verdulera. Platicó amenamente con la señora de las verduras, una señora un
poco más vieja que ella. Era una costumbre de ella, siempre parlanchina. Luego
de comprar un par de cosas se alejó, dejándome de nuevo abandonado. Estaba
acostumbrándome a ese trato. La verdulera ni se dio cuenta de mi presencia.
Otra mujer me vio, y en son de broma dijo “¿Este paraguas también está en
venta?” La mujer me vio con sorpresa, tardó un poco en contestar “No, pero si
quiere se lo puedo vender” Por lo visto no pensó que mi anterior dueña hubiera
regresado a buscarme. Luego de cerrar el trató, me llevaron a una casa más
grande y bulliciosa que la anterior. Tal vez, porque en esta había muchos
niños, tres logré contar cuando pasaron corriendo frente a su madre. Me puso en
la cocina, junto con las frutas y verduras frescas que había comprado. Empezó a
lavar todo, para luego cortarlas en trozos y meterlas en recipientes plásticos
que metía en la refrigeradora. Se dedicó a otras tareas dejándome ahí,
abandonado como siempre. Era una casa alegre, quien diría que ahí pasaría mis
años más tristes. Al día siguiente muy temprano toda la familia me incluyó en
su equipaje. Conté cinco niños, un perro y los padres. Me llevaron a la playa,
mientras los niños jugaban con una pelota que había inflado el padre, la madre
y el descansaban bajo mi sombra. El olor del mar lleno cada fibra de mi, sentía
las varillas calientes bajo el inclemente sol. La arena me hacía cosquillas en
el mango, pues me habían enterrado directamente en el suelo. Comiendo las
frutas y verduras que había empaquetado la tarde anterior la madre. Los niños
peleaban, reían, se caían, al final del día todos habían regresado llorosos a
esconderse en el regazo de su madre. El perro no hacía más que correr de un
lado a otro, pero siempre regresaba bajo mi sombra. Regresé oliendo a mar, ese
olor salado y fresco. Me guardaron en una caja, junto a la pelota desinflada,
una hielera y otros juguetes hechos para jugar con la arena. Éramos un conjunto
colorido, pero en la oscuridad del desván no se podían ver bien nuestros bellos
colores. Así empecé a vivir en el desván de esa ruidosa familia, ya ni sabía si
era de noche o de día ahí. Para mí todo el tiempo que estaba ahí era como una
noche larga, siempre que alguien entraba a buscar algo, deseaba con ansias que
fuera para sacarme del encierro y llevarme de nuevo al mar. Cada vez que me
sacaban del desván era como si amaneciera, esos cortos días de verano en la
playa son lo único que recuerdo bien, vi crecer a los niños, dejar de jugar y a
veces solo dedicarse a pasar el día con tranquilidad. Iba con olor ha guardado
y humedad, y regresa reseco, oliendo a mar. Un día me llevaron como siempre,
amarrado al techo, junto con todas las demás cosas. Pero creo que no me
sujetaron tan bien como otras veces y ni siquiera habíamos salido de la ciudad
cuando caí dando un golpe durísimo contra el suelo. Me fracturé una varilla, y
quedé ahí tirado en el suelo. Nadie me recogió, todos pasaban junto a mí, una
mujer me miro con fastidio diciendo algo sobre basura en la calle. Pasé esa
noche en el mismo lugar, era la primera vez que sentí el frío de la noche, la
humedad de la madrugada, nunca había estado tan húmedo, ni siquiera cuando
estaba en el desván. Al día siguiente muy temprano unas pequeñas manos me
recogieron. “Mira que paraguas más bonito” dijo mientras me levantaba. “Tiene
todos los colores de azul” Su madre me miro con asco “Está descolorido, además
está sucio, déjalo donde lo encontraste” Me miro con tristeza. “Pero mira, está
lastimado. Necesita mi ayuda” “Otra razón para tirarlo. Rodrigo, déjalo donde
estaba” “No” Dijo desafiante, y siguió caminando. Su madre, obviamente no
quería discutir tan temprano, así que lo dejó llevarme. Lo acompañe a estudiar,
lo acompañe mientras hacía sus planas con paciencia, lo acompañe durante muchos
días, siempre me llevaba con él. Su padre bromeaba diciendo que no sabía si el
me llevaba a mí, o yo a él. Era más grande que él, se las arregló para
arreglarme la varilla rota con un montón de cinta adhesiva. Una tarde
regresando de la escuela empezó a llover. Me abrió y lo protegí de la lluvia.
Tantos años trabajando como sombrilla y al fin podía servir para lo que había
sido creado. Por primera vez no me sentía olvidado. Pero a sus padres no les
gustó que me llevara de un lado a otro, siempre cargándome. Así que una noche
mientras dormía, me tomaron de junto a su cama, dejando un paraguas mucho más
pequeño, casi del mismo color. Parecía un hijo mío. Su madre me tiró a la
basura, y cerró la bolsa para que Rodrigo nunca pudiera encontrarme. Tal vez le
dijeron que algo mágico pasó, que me transformé, puras mentiras. Espero algún
día volver a sentirme útil, sentir la lluvia de nuevo. Mientras tanto seguiré
esperando, al menos ya sé que un niño no me dejó olvidado como todos los demás.
Este es un blog en el cual plasmo mis ideas sobre diferentes temas, así como diferentes historias y relatos frutos de mi febril imaginación.
domingo, 15 de julio de 2012
jueves, 5 de abril de 2012
Tierra de nadie
Tierra de nadie y tierra de
todos, ahí dejan todos algo, y todos encuentran algo. Nada de lo que está
dentro de ella tiene dueño, y nadie que esté dentro de ella puede ser dueño de
algo. Entre en ese inhóspito lugar buscando aquello que me hacía falta para ser feliz, sin darme cuenta de que solo encontraría lo que a otras personas
las hacía infelices. Justo al medio de un conflicto, dónde no sabes quien es tu
aliado y quien es tu enemigo. Dónde tus amigos pueden llegar a ser tus peores
enemigos. El lugar lleno de resecas brezas, fango, charcos, suciedad, sangre y
muerte. Tal vez le dicen así porque en ese lugar pierdes tu identidad, dejas de
ser quien eres y pasas a ser nadie, tu vida no vale nada y tampoco la de los
demás. Las pertenencias de los demás, especialmente de los muertos dejan de ser
suyas, inclusive las tuyas. Dejé lo que tenía que dejar en ese lugar y
tome lo que debía de tomar. Dejé mi vida ahí y tomé la vida de alguien más.
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